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Un panorama presenta la apariencia global de un tema. En este caso, la
situación de la fauna argentina. Es una idea pretenciosa, que de seguro omitirá
detalles, pero confío en que resulte útil para integrar con otras perspectivas. Desde
luego, un panorama tiene el sesgo de quien lo formula, con su carga de intereses,
preocupaciones, sensibilidades, formación y experiencia. Por eso, éste es UN panorama,
no EL panorama, porque desde distintos lugares y posiciones se ven distintas situaciones.
La mía es desde una organización del sector social, una ONG ambientalista.
Echando un primer vistazo a nuestro alrededor, no será difícil comprobar que hemos
reducido la superficie de los paisajes originales, dejando en los remanentes huellas y
cicatrices con distinto nivel de profundidad. Mayor dificultad tendremos para reconstruir
o restaurar la imagen que componía la biodiversidad original, considerando que parte de
su elenco de especies ya no está presente y que la información disponible sobre la misma
es fragmentaria. De igual modo, resulta complejo precisar la localización y composición
poblacional de los últimos exponentes de los organismos amenazados de extinción. De un
modo casi crónico, nuestros inventarios biológicos necesitan actualización, porque son
herramientas claves para tomar decisiones.
Trataré de ir desde lo general hacia lo particular, corriendo el previsible riesgo de
llegar a muy pocas particularidades. En todo caso, aspiro a que otros especialistas se
interesen por dar continuidad a este boceto. Por lo tanto, trazaré los rasgos generales
que definen los que considero mega-problemas ambientales. Aunque todos ellos
se presentan como los jinetes del apocalipsis de San Juan, tengo la misma convicción que
alguna vez señaló Carlos Quintana: No hay fatalidad histórica que resista a la
acción de un pueblo. Por lo tanto, aunque la realidad se presente como
dura existe espacio para insinuar y ejecutar soluciones. Si reflexionamos
sobre ellas, planeamos cambios y tenemos el coraje o la perseverancia para llevarlas a la
práctica seremos testigos y protagonistas de un operativo de rescate faunístico y social
sin precedentes.
Un primer acercamiento desde lo económico
Todos deseamos vivir bien o mejor cada día. Pero ello tiene un costo que no siempre
computamos: el ambiental. Bastaría repasar algunas estadísticas elementales para
demostrar que la población humana sigue creciendo, que esas personas se expanden hacia
nuevos territorios deshabitados, que la demanda de recursos naturales es cada vez mayor y
que las formas con que se usan no siempre respetan sus ritmos de recuperación biológica.
Por consiguiente, las actividades humanas cotidianas superan el umbral de sustentabilidad
ecológica, desencadenando impactos negativos, de una escala planetaria sin precedentes y
difíciles de minimizar o revertir en el corto plazo. En pocas palabras, nos encaminamos
hacia una mayor crisis mundial, donde nuestra especie se comporta como un invasor
biológico que deteriora progresivamente el hábitat y los recursos que paradójicamente
sustentan su vida.
Recordemos que venimos de un siglo, el XX que, probablemente, fue el más violento de la
historia. Pensemos también que desde el surgimiento de las naciones en la Edad Moderna,
todo siglo tuvo una potencia dominante sobre el resto del mundo. Así, lo fue España en
el siglo XVI, Francia en el siglo XVII, Inglaterra en el XVIII y XIX, y Estados Unidos en
el XX. Que hoy ese lugar lo ocupe un país no sería, entonces, nada novedoso. Pero en la
década de 1970 esto cambia con el surgimiento del primer mercado financiero
internacional. Desde entonces, las condiciones económicas que predominan en cada país
son inestables y dependen, en gran medida, de lo que ocurra en la economía mundial.
Aunque diversas variables (como el comercio internacional, la producción global, las
finanzas internacionales, las migraciones, la propagación de nuevas tecnologías, etc.)
vinculan las economías nacionales con la economía mundial, el resultado no es
homogéneo. Esto queda demostrado en el desigual crecimiento económico de los distintos
países, dado que mientras algunos se desarrollan y crecen velozmente, otros se empobrecen
con igual dinamismo. La novedad, entonces, reside en que ahora, un grupo de grandes
corporaciones transnacionales domina el quehacer económico y, en consecuencia, político
del mundo. En esto se basa la globalización o internacionalización de los procesos
productivos. Como estas corporaciones producen a escala internacional, comercializan sus
productos en todo el mundo e invierten en muchos países. Se podría decir que no tienen
un país de origen, porque pertenecen a la economía mundial. Si su residencia fiscal
está en un país u otro no es más que un mero formalismo. Lo concreto es que estas
corporaciones marcan el destino del mundo, imponen valores, hábitos de consumo,
costumbres culturales y condicionan la vida de la mayoría de las personas. Por lo tanto,
la libertad para elegir un modelo de desarrollo propio (sustentable o no) está
fuertemente limitada. Y esas limitaciones, por supuesto, llegan al terreno ambiental y
condicionan las posibilidades de conservar nuestros recursos naturales. Si a esto le
sumamos que la actual gestión de gobierno se enfrenta con una deuda externa cercana a los
U$S 140 millones y a un déficit fiscal que supera los 10.000 millones de dólares, nos
quedará en claro que las expectativas de inversión en lo ambiental no se muestran muy
optimistas. Por el contrario, el Estado se ve necesitado de achicar gastos y hacer
recortes presupuestarios. Muchos de los que estamos vinculados a la ciencia, la educación
o a la conservación del patrimonio natural y cultural tenemos el temor de que los
recortes lleguen primero a estas áreas en lugar de potenciarlas o rescatarlas de la
crisis.
Acompañando los ritmos y caprichos con que se cotiza nuestra producción en ese mercado
internacional es que el país mantiene, abandona o expande sus fronteras agropecuarias,
reemplaza los usos tradicionales del suelo por otros (sin analizar mucho su aptitud) o
intensifica la extracción de otros recursos (pieles, cueros, pesca, maderas, gas,
petróleo, etc.). Esto nos lleva a asumir que el futuro de nuestros recursos naturales no
depende sólo de un plan nacional o de una estrategia nacional de conservación de la
biodiversidad (como a veces pretenden presentarnos) sino de un azaroso juego en el que
pareciera que estamos en inferioridad de condiciones.
Reformateando el paisaje
En ese escenario económico y político internacional es que vemos expandir nuestras
fronteras agropecuarias y urbanas, de un modo cosmofágico. Si hubiéramos colocado una
cámara para filmar la sucesión antropizada que hemos desencadenado sobre la
ecología de nuestros paisajes durante las últimas cinco décadas hoy veríamos un
documental contundente. Aparecerían los vestigios de los mapas de nuestras eco-regiones,
con sus fronteras desdibujadas, ecosistemas reformateados, ríos interrumpidos
por represas o manejados arbitrariamente, empobrecimiento en su elenco original de
especies y nuevos intrusos o invasores biológicos que operan como los virus
informáticos. Éstos últimos, por ejemplo, desencadenan eventos que se activan
imprevistamente y de modo negativo sobre un número no identificado de escenarios. En
otros términos, estamos sometiendo a los ecosistemas a importantes pulsos de stress, que
bajan sus defensas naturales y los vulneran ante viejas y nuevas amenazas. Es
sabido, por ejemplo, que las áreas naturales deterioradas son más proclives a ser
invadidas por las exóticas que las bien conservadas. El Prof. Julio Contreras suele
llamar a estos momentos biogeográficos como tiempos de relajación, porque se
caracterizan por una alta tasa de extinción de especies autóctonas y de incorporación
de invasoras oriundas de otras regiones. Todo esto lleva a una domesticación
del paisaje -como lo define el Dr. Jorge Morello. Las áreas silvestres -con comunidades
originales muy biodiversas- son reemplazadas por monocultivos o campos ganaderos.
Entonces, tenemos los neoecosistemas, compuestos por especies exóticas que
colonizan y/o someten a las autóctonas sobrevivientes. En otras palabras, hemos perdido
gran parte del material biológico almacenado en la naturaleza y los esfuerzos por
recuperar la pérdida son insuficientes para ponerle freno. Por eso, la Fundación Vida
Silvestre Argentina impulsa la identificación y priorización de la conservación de
áreas de biodiversidad sobresaliente en todas las eco-regiones del país. En
paralelo, apoya la instrumentación de corredores biológicos que
interconecten las áreas protegidas y que favorezcan el manejo sustentable de los campos
privados que todavía mantienen ecosistemas más o menos bien conservados. Se imaginan lo
complejo y difícil que resulta, pero no son pocas las instituciones que trabajan en la
misma dirección.
Frente a esta descripción, los demás problemas resultan casi menores o anecdóticos,
porque estamos modificando los mapas biogeográficos. Esas amenazas menores
podrán actuar como francotiradores que liquidan a los últimos exponentes de algunas
especies amenazadas, pero está claro que la mayoría de los organismos silvestres está
desapareciendo por la sustitución de su hábitat. No obstante, apuntaré un muestreo de
datos referenciales como para contribuir con la propuesta de dar un panorama de lo que
sucede en la Argentina:
Especies amenazadas: tenemos unas 985 especies de aves, 345 mamíferos, 248 reptiles, 145
anfibios y 710 peces. Según la Fundación Vida Silvestre Argentina 529 de todas ellas
están amenazadas. Además, hay tres extinguidas (del mundo): el guacamayo azul
(Anodorhynchus glaucus), el zorro-lobo de las Malvinas (Dusicyon australis) y la lagartija
del Lago Buenos Aires (Liolaemus exploratorum). Otras 4 están extintas en estado
silvestre (sobreviven sólo en cautiverio): los caracoles acuáticos de Apipé
(Aylacostoma guaraniticum, A.chloroticum, A.stigmaticum y A.cinculatum).Invasores
biológicos: hay más de 300 especies de plantas y no menos de 50 de animales
exóticos introducidos. La gran mayoría de ellos está fuera de control.
Desaparición de bosques y selvas: en 1914 había 105 millones de hectáreas de masas
forestales nativas. En 1986 nos quedaban 36 millones. En menos de un siglo, perdimos dos
tercios del capital forestal.
Incremento del uso de plaguicidas: en 1991 se usaban 40 millones de litros y en 1997 casi
100 millones, con una declarada tendencia a incrementar el consumo y la cantidad de
incidentes por intoxicación (tanto en aves como en personas). El servicio de toxicología
del Hospital de Niños de La plata advirtió que a esta causa corresponde el 25 % de los
envenenamientos tratados en el hospital, que, por otra parte, representan entre un 10 y un
15 % de todos los casos, dado que la mayoría no llegan a tratarse.
Contaminación de cuerpos de agua: Obras Sanitarias de la Nación estimó que fluyen
diariamente 2,2 millones de m3 de aguas servidas sin tratar y 1,9 millones de m3 de
efluentes industriales del Área Metropolitana de Buenos Aires al río de la Plata.
Contaminación de ecosistemas terrestres: de acuerdo con sus propios datos, el CEAMSE
recibe alrededor de 4 millones de toneladas por año de desperdicios sólidos de los 5,6
millones que se producen en su área de servicio (Área Metropolitana de Buenos Aires).
Sólo en la Provincia de Buenos Aires se generan -por año- unas 47.000 toneladas de
desechos peligrosos y, tal como lo afirma un informe del Banco Mundial, existe una
gran incertidumbre acerca de cómo se desechan estos desperdicios.
Contaminación aérea: en Jujuy, por ejemplo, el 59 % de los niños de Abra Pampa tienen
un exceso de plomo en su sangre debido al funcionamiento de hornos de fundición de plomo.
El impacto sobre la fauna no se conoce.
Expansión de las fronteras urbanas: en mucho menos de 100 años la ciudad de Buenos Aires
duplicó su superficie territorial a expensas de espacios verdes y áreas silvestres.
Áreas... ¿protegidas o desprotegidas?: contamos con unos 250 parques nacionales,
provinciales y otros, que cubren unos 15 millones de hectáreas (5 % del país). Cerca de
un 80 % carece de instrumentación necesaria para conservar eficazmente los ecosistemas y
especies protegidas.
Sobrepesca: en 1991 las capturas totales de peces marinos y mariscos rondaban las 500.000
toneladas. En 1998 se extrajo más del doble. Todo indica que no hay garantías para
desarrollar una pesca sustentable.
Muchas leyes y poca aplicación: existen cerca de 3.000 normas vinculadas a la
conservación, pero su aplicación es precaria, ineficiente o desorganizada. Por eso, la
caza furtiva, la sobre pesca y el tráfico de fauna no se ven desalentados a pesar de los
esfuerzos de control de los inspectores de fauna, guardaparques, guardafaunas y miembros
de las fuerzas de seguridad. En todo el país hay un promedio superior a los 700.000 de
delitos (con intervención policial) al año contra un promedio de menos de 20.000
condenas en el mismo período. Los delitos ambientales se encuentran enmarcados en ese
contexto.
Muchas manos en el plato...: la superposición de jurisdicciones obstaculiza la
conservación. El caso de la cuenca del río Matanza-Riachuelo es elocuente: hay no menos
de 22 instituciones con autoridad sobre la misma. La situación del río Reconquista (como
la de tantos otros) es similar: tienen jurisdicción 13 municipios, el gobierno provincial
y el Estado Nacional.
Profundizar argumentos y buscar soluciones
Estamos frente a lo que muchos consideran uno de los nuevos paradigmas de los tiempos
actuales: un desarrollo económicamente viable, socialmente equitativo y ecológicamente
sustentable. Pero no nos engañemos. Este desafío no se plantea en toda la sociedad y
mucho menos entre todos los decisores. Más bien, pareciera reservado a unas minorías
intelectuales y a personas, con frecuencia, más preocupadas por emociones que por
razones. En contrapartida, si vemos quienes están del otro lado del ring
comprenderemos que la lucha no fue, no es, ni va a ser pareja.
Por esta razón (entre otras) debemos enfatizar con más inteligencia que nunca- que
la conservación de la fauna (como el resto de los seres vivos) no es sólo una cuestión
de sensibilidad. Su atención responde a una concepción ética y a intereses
científicos, económicos, sociales, industriales, medicinales, culturales, etc. que
posibilitan el desarrollo de la sociedad humana. Pero estos argumentos necesitan de una
re-elaboración más contundente, que permita al resto de la sociedad comprender por qué
le debe interesar que no desaparezca una especie o un ecosistema natural. En más de una
oportunidad, escuché ¿y para qué sirve esa especie? Nuestra respuesta tiene
que ser breve, veraz y convincente. El interlocutor debería advertir que él pierde si
desaparece ese ser vivo. Por eso, debemos sincerarnos y reflexionar acerca de cuán
convincentes podemos ser en tales circunstancias. El ejercicio no es menor, aunque abunde
la bibliografía.
En forma complementaria, tenemos que direccionar mayores esfuerzos hacia la conservación
de los invertebrados, los peces, los anfibios y los reptiles (¡ni hablemos de las
plantas!). Las aves y los mamíferos cuentan ya con entusiastas defensores. Reservemos los
recursos para la mega fauna carismática sólo cuando la especie
bandera cumpla una función estratégica de paraguas protector de su
hábitat y del resto de las especies que lo comparten con ella. No es fácil movilizar a
las personas para conservar caracoles, escarabajos o mojarras endémicas, pero es hora de
hacer un intento serio. Si no somos capaces de asumir su importancia ¿a quién
convenceremos? Esto lleva también a creer que es necesario renovar el concepto o el
accionar de las instituciones, tanto las que operan in situ (como las áreas protegidas)
como las que lo hacen ex situ (museos, zoológicos, estaciones de cría). Es fácil,
criticarlas y difícil ayudarlas. Charle de Gaulle dijo algo así como que cada mil
personas que están en silencio, hay cien que gritan, pero sólo una que está buscando la
solución. En la medida que aportemos soluciones y ayudemos a quienes se esfuerzan por
generar cambios desde adentro de esas instituciones, de seguro, funcionarán
mejor. Una encuesta realizada por el Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría en
1999 aseguró que el 79 % de los encuestados no concurrió a ningún museo durante 1998.
Si formuláramos la misma pregunta para un parque nacional o para un zoológico, el
resultados podría ser similar y deberíamos preguntarnos por qué. Sin duda, les cabe una
responsabilidad, como también le cabe al resto de la sociedad. Sociedad, que no se
muestra muy preocupada por ilustrarse. La misma encuestadora obtuvo por resultado que el
51 % de los encuestados no habían leído un libro durante el último año.
El desarrollo no es gratis
No puede dejar de preocuparnos la interacción entre la pobreza y el deterioro ambiental.
Ambas se potencian delineando un círculo vicioso, cerrado y decadente de desesperanza
para la seguridad física, el bienestar económico y la salud de las personas más
necesitadas. Es evidente que la destrucción de la naturaleza causa mayor pobreza, porque
con menores recursos naturales existen menores oportunidades de subsistencia. Esa gente
suele ser la más afectada por el deterioro ambiental y los más pobres entre los pobres,
los más damnificados. Esto se sostiene por dos razones: disponen de menores reservas
económicas para sobrellevar ese impacto y tienen débil capacidad de gestión ante las
autoridades. Dicho de otro modo, los más carenciados tienen menores oportunidades de
mejorar su calidad de vida. La única forma de sacar de la pobreza a esa gente es a
través del desarrollo, pero no de cualquier desarrollo, sino de uno sustentable. Pero por
más sustentable que lo busquemos, la mayoría de las actividades humanas impactan
negativamente sobre la naturaleza. El ideal de un desarrollo limpio y armonioso en un 100
% con el mundo natural no es realista. Por eso, no basta con denunciar los problemas,
polarizando una lucha entre buenos y los malos. Para obtener
resultados, muchas veces, hay que sentarse a dialogar y construir soluciones con los que
están en la vereda de enfrente. No es un desafío menor, porque una parte de
la sociedad no está dispuesta a escuchar lo que muchas veces hay que decir sino lo que
desean escuchar. Traicionar un ideal es tan frustrante como no alcanzarlo me
dijo una vez el Dr. Daniel Rodríguez de la Universidad Nacional de Lanús .
Por eso, éstos exige que superemos lo que llamo el síndrome de la sociedad zoológica. Es
decir, la miopía por preocuparnos sólo de los requerimientos de la fauna sin contemplar
las necesidades de las personas. Si este mal no es superado, es fácil caer en el
fundamentalismo ecológico o en pequeñeces proteccionistas que terminan desacreditando a
la mayoría de los defensores del medio ambiente. Con esto no quiero decir que todos
debamos pensar y obrar igual, porque distintas organizaciones no gubernamentales pueden
satisfacer distintas necesidades ambientales. Pero creer que sólo hay un método para
atender a todos los problemas (como el choque frontal e intransigente) es un error. Se
requiere hoy más que nunca de una defensa inteligente.
Hasta ahora no creo haber escrito nada novedoso. Aspiro a que mi aporte ayude a
convencernos de que estamos frente a un gran desafío: llevar unos pocos argumentos
convincentes sobre la importancia de las especies silvestres a los que no están de
nuestro lado, actuando a escala local sin ingenuidad y sin perder de vista el grave
contexto. Tenemos que llegar a quienes piensan diferente y a quienes se manejan con otros
códigos. A los periodistas que no se interesan. A los funcionarios que están lejanos de
nuestros desvelos. A los docentes que no saben cómo abordar estos temas en sus programas
oficiales. A los empresarios o industriales que contaminan y necesitan seguir produciendo.
A quienes no tienen el privilegio del que nosotros gozamos para disfrutar de la naturaleza
de un modo deslumbrante. A quienes cazan, pescan, comercializan o deforestan furtivamente.
Esos son los públicos a los que tenemos que llegar. Los demás no nos necesitan. El
público cautivo tiene intereses suficientes para arreglárselas sin nuestra
ayuda. Es tiempo de cambio y tenemos que ser hábiles para ubicarnos donde podemos ser
más útiles a la conservación.
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