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Un panorama sobre la situación de la fauna en la Argentina

(Resumen de la presentación para el IV Congreso Nacional de Fauna, 8 al 10 de junio de 2000, Universidad Nacional de Río Cuarto, Córdoba)
Por Claudio Bertonatti, museólogo
Coordinador del Área Información y Educación
Fundación Vida Silvestre Argentina
Defensa 245 (1065) Buenos Aires, Tel: (011) 4 331-4864
Correo electrónico: informa@vidasilvestre.org.ar

     


Un “panorama” presenta la apariencia global de un tema. En este caso, la situación de la fauna argentina. Es una idea pretenciosa, que de seguro omitirá detalles, pero confío en que resulte útil para integrar con otras perspectivas. Desde luego, un panorama tiene el sesgo de quien lo formula, con su carga de intereses, preocupaciones, sensibilidades, formación y experiencia. Por eso, éste es UN panorama, no EL panorama, porque desde distintos lugares y posiciones se ven distintas situaciones. La mía es desde una organización del sector social, una ONG ambientalista.
Echando un primer vistazo a nuestro alrededor, no será difícil comprobar que hemos reducido la superficie de los paisajes originales, dejando en los remanentes huellas y cicatrices con distinto nivel de profundidad. Mayor dificultad tendremos para reconstruir o restaurar la imagen que componía la biodiversidad original, considerando que parte de su elenco de especies ya no está presente y que la información disponible sobre la misma es fragmentaria. De igual modo, resulta complejo precisar la localización y composición poblacional de los últimos exponentes de los organismos amenazados de extinción. De un modo casi crónico, nuestros inventarios biológicos necesitan actualización, porque son herramientas claves para tomar decisiones.
Trataré de ir desde lo general hacia lo particular, corriendo el previsible riesgo de llegar a muy pocas particularidades. En todo caso, aspiro a que otros especialistas se interesen por dar continuidad a este boceto. Por lo tanto, trazaré los rasgos generales que definen los que considero “mega-problemas ambientales”. Aunque todos ellos se presentan como los jinetes del apocalipsis de San Juan, tengo la misma convicción que alguna vez señaló Carlos Quintana: “No hay fatalidad histórica que resista a la acción de un pueblo”. Por lo tanto, aunque la realidad se presente como “dura” existe espacio para insinuar y ejecutar soluciones. Si reflexionamos sobre ellas, planeamos cambios y tenemos el coraje o la perseverancia para llevarlas a la práctica seremos testigos y protagonistas de un operativo de rescate faunístico y social sin precedentes.
Un primer acercamiento desde lo económico
Todos deseamos vivir bien o mejor cada día. Pero ello tiene un costo que no siempre computamos: el  ambiental. Bastaría repasar algunas estadísticas elementales para demostrar que la población humana sigue creciendo, que esas personas se expanden hacia nuevos territorios deshabitados, que la demanda de recursos naturales es cada vez mayor y que las formas con que se usan no siempre respetan sus ritmos de recuperación biológica. Por consiguiente, las actividades humanas cotidianas superan el umbral de sustentabilidad ecológica, desencadenando impactos negativos, de una escala planetaria sin precedentes y difíciles de minimizar o revertir en el corto plazo. En pocas palabras, nos encaminamos hacia una mayor crisis mundial, donde nuestra especie se comporta como un invasor biológico que deteriora progresivamente el hábitat y los recursos que paradójicamente sustentan su vida.
Recordemos que venimos de un siglo, el XX que, probablemente, fue el más violento de la historia. Pensemos también que desde el surgimiento de las naciones en la Edad Moderna, todo siglo tuvo una potencia dominante sobre el resto del mundo. Así, lo fue España en el siglo XVI, Francia en el siglo XVII, Inglaterra en el XVIII y XIX, y Estados Unidos en el XX. Que hoy ese lugar lo ocupe un país no sería, entonces, nada novedoso. Pero en la década de 1970 esto cambia con el surgimiento del primer mercado financiero internacional. Desde entonces, las condiciones económicas que predominan en cada país son inestables y dependen, en gran medida, de lo que ocurra en la economía mundial. Aunque diversas variables (como el comercio internacional, la producción global, las finanzas internacionales, las migraciones, la propagación de nuevas tecnologías, etc.) vinculan las economías nacionales con la economía mundial, el resultado no es homogéneo. Esto queda demostrado en el desigual crecimiento económico de los distintos países, dado que mientras algunos se desarrollan y crecen velozmente, otros se empobrecen con igual dinamismo. La novedad, entonces, reside en que ahora, un grupo de grandes corporaciones transnacionales domina el quehacer económico y, en consecuencia, político del mundo. En esto se basa la globalización o internacionalización de los procesos productivos. Como estas corporaciones producen a escala internacional, comercializan sus productos en todo el mundo e invierten en muchos países. Se podría decir que no tienen un país de origen, porque pertenecen a la economía mundial. Si su residencia fiscal está en un país u otro no es más que un mero formalismo. Lo concreto es que estas corporaciones marcan el destino del mundo, imponen valores, hábitos de consumo, costumbres culturales y condicionan la vida de la mayoría de las personas. Por lo tanto, la libertad para elegir un modelo de desarrollo propio (sustentable o no) está fuertemente limitada. Y esas limitaciones, por supuesto, llegan al terreno ambiental y condicionan las posibilidades de conservar nuestros recursos naturales. Si a esto le sumamos que la actual gestión de gobierno se enfrenta con una deuda externa cercana a los U$S 140 millones y a un déficit fiscal que supera los 10.000 millones de dólares, nos quedará en claro que las expectativas de inversión en lo ambiental no se muestran muy optimistas. Por el contrario, el Estado se ve necesitado de achicar gastos y hacer recortes presupuestarios. Muchos de los que estamos vinculados a la ciencia, la educación o a la conservación del patrimonio natural y cultural tenemos el temor de que los recortes lleguen primero a estas áreas en lugar de potenciarlas o rescatarlas de la crisis.
Acompañando los ritmos y caprichos con que se cotiza nuestra producción en ese mercado internacional es que el país mantiene, abandona o expande sus fronteras agropecuarias, reemplaza los usos tradicionales del suelo por otros (sin analizar mucho su aptitud) o intensifica la extracción de otros recursos (pieles, cueros, pesca, maderas, gas, petróleo, etc.). Esto nos lleva a asumir que el futuro de nuestros recursos naturales no depende sólo de un plan nacional o de una estrategia nacional de conservación de la biodiversidad (como a veces pretenden presentarnos) sino de un azaroso juego en el que pareciera que estamos en inferioridad de condiciones.
Reformateando el paisaje
En ese escenario económico y político internacional es que vemos expandir nuestras fronteras agropecuarias y urbanas, de un modo cosmofágico. Si hubiéramos colocado una cámara para filmar la “sucesión” antropizada que hemos desencadenado sobre la ecología de nuestros paisajes durante las últimas cinco décadas hoy veríamos un documental contundente. Aparecerían los vestigios de los mapas de nuestras eco-regiones, con sus fronteras desdibujadas, ecosistemas “reformateados”, ríos interrumpidos por represas o manejados arbitrariamente, empobrecimiento en su elenco original de especies y nuevos intrusos o invasores biológicos que operan como los virus informáticos. Éstos últimos, por ejemplo, desencadenan eventos que se activan imprevistamente y de modo negativo sobre un número no identificado de escenarios. En otros términos, estamos sometiendo a los ecosistemas a importantes pulsos de stress, que bajan “sus defensas” naturales y los vulneran ante viejas y nuevas amenazas. Es sabido, por ejemplo, que las áreas naturales deterioradas son más proclives a ser invadidas por las exóticas que las bien conservadas. El Prof. Julio Contreras suele llamar a estos momentos biogeográficos como “tiempos de relajación”, porque se caracterizan por una alta tasa de extinción de especies autóctonas y de incorporación de invasoras oriundas de otras regiones. Todo esto lleva a una “domesticación” del paisaje -como lo define el Dr. Jorge Morello. Las áreas silvestres -con comunidades originales muy biodiversas- son reemplazadas por monocultivos o campos ganaderos. Entonces, tenemos los “neoecosistemas”, compuestos por especies exóticas que colonizan y/o someten a las autóctonas sobrevivientes. En otras palabras, hemos perdido gran parte del material biológico almacenado en la naturaleza y los esfuerzos por recuperar la pérdida son insuficientes para ponerle freno. Por eso, la Fundación Vida Silvestre Argentina impulsa la identificación y priorización de la conservación de “áreas de biodiversidad sobresaliente” en todas las eco-regiones del país. En paralelo, apoya la instrumentación de “corredores biológicos” que interconecten las áreas protegidas y que favorezcan el manejo sustentable de los campos privados que todavía mantienen ecosistemas más o menos bien conservados. Se imaginan lo complejo y difícil que resulta, pero no son pocas las instituciones que trabajan en la misma dirección.
Frente a esta descripción, los demás problemas resultan casi menores o anecdóticos, porque estamos modificando los mapas biogeográficos. Esas amenazas “menores” podrán actuar como francotiradores que liquidan a los últimos exponentes de algunas especies amenazadas, pero está claro que la mayoría de los organismos silvestres está desapareciendo por la sustitución de su hábitat. No obstante, apuntaré un muestreo de datos referenciales como para contribuir con la propuesta de dar un panorama de lo que sucede en la Argentina:
Especies amenazadas: tenemos unas 985 especies de aves, 345 mamíferos, 248 reptiles, 145 anfibios y 710 peces. Según la Fundación Vida Silvestre Argentina 529 de todas ellas están amenazadas. Además, hay tres extinguidas (del mundo): el guacamayo azul (Anodorhynchus glaucus), el zorro-lobo de las Malvinas (Dusicyon australis) y la lagartija del Lago Buenos Aires (Liolaemus exploratorum). Otras 4 están extintas en estado silvestre (sobreviven sólo en cautiverio): los caracoles acuáticos de Apipé (Aylacostoma guaraniticum, A.chloroticum, A.stigmaticum y A.cinculatum).Invasores biológicos:  hay más de 300 especies de plantas y no menos de 50 de animales exóticos introducidos. La gran mayoría de ellos está fuera de control.
Desaparición de bosques y selvas: en 1914 había 105 millones de hectáreas de masas forestales nativas. En 1986 nos quedaban 36 millones. En menos de un siglo, perdimos dos tercios del capital forestal.
Incremento del uso de plaguicidas: en 1991 se usaban 40 millones de litros y en 1997 casi 100 millones, con una declarada tendencia a incrementar el consumo y la cantidad de incidentes por intoxicación (tanto en aves como en personas). El servicio de toxicología del Hospital de Niños de La plata advirtió que a esta causa corresponde el 25 % de los envenenamientos tratados en el hospital, que, por otra parte, representan entre un 10 y un 15 % de todos los casos, dado que la mayoría no llegan a tratarse.
Contaminación de cuerpos de agua: Obras Sanitarias de la Nación estimó que fluyen diariamente 2,2 millones de m3 de aguas servidas sin tratar y 1,9 millones de m3 de efluentes industriales del Área Metropolitana de Buenos Aires al río de la Plata.
Contaminación de ecosistemas terrestres: de acuerdo con sus propios datos, el CEAMSE recibe alrededor de 4 millones de toneladas por año de desperdicios sólidos de los 5,6 millones que se producen en su área de servicio (Área Metropolitana de Buenos Aires). Sólo en la Provincia de Buenos Aires se generan -por año- unas 47.000 toneladas de desechos peligrosos y, tal como lo afirma un informe del Banco Mundial, “existe una gran incertidumbre acerca de cómo se desechan estos desperdicios”.
Contaminación aérea: en Jujuy, por ejemplo, el 59 % de los niños de Abra Pampa tienen un exceso de plomo en su sangre debido al funcionamiento de hornos de fundición de plomo. El impacto sobre la fauna no se conoce.
Expansión de las fronteras urbanas: en mucho menos de 100 años la ciudad de Buenos Aires duplicó su superficie territorial a expensas de espacios verdes y áreas silvestres.
Áreas... ¿protegidas o desprotegidas?: contamos con unos 250 parques nacionales, provinciales y otros, que cubren unos 15 millones de hectáreas (5 % del país). Cerca de un 80 % carece de instrumentación necesaria para conservar eficazmente los ecosistemas y especies “protegidas”.
Sobrepesca: en 1991 las capturas totales de peces marinos y mariscos rondaban las 500.000 toneladas. En 1998 se extrajo más del doble. Todo indica que no hay garantías para desarrollar una pesca sustentable.
Muchas leyes y poca aplicación: existen cerca de 3.000 normas vinculadas a la conservación, pero su aplicación es precaria, ineficiente o desorganizada. Por eso, la caza furtiva, la sobre pesca y el tráfico de fauna no se ven desalentados a pesar de los esfuerzos de control de los inspectores de fauna, guardaparques, guardafaunas y miembros de las fuerzas de seguridad. En todo el país hay un promedio superior a los 700.000 de delitos (con intervención policial) al año contra un promedio de menos de 20.000 condenas en el mismo período. Los delitos ambientales se encuentran enmarcados en ese contexto.
Muchas manos en el plato...: la superposición de jurisdicciones obstaculiza la conservación. El caso de la cuenca del río Matanza-Riachuelo es elocuente: hay no menos de 22 instituciones con autoridad sobre la misma. La situación del río Reconquista (como la de tantos otros) es similar: tienen jurisdicción 13 municipios, el gobierno provincial y el Estado Nacional.
Profundizar argumentos y buscar soluciones
Estamos frente a lo que muchos consideran uno de los nuevos paradigmas de los tiempos actuales: un desarrollo económicamente viable, socialmente equitativo y ecológicamente sustentable. Pero no nos engañemos. Este desafío no se plantea en toda la sociedad y mucho menos entre todos los decisores. Más bien, pareciera reservado a unas minorías intelectuales y a personas, con frecuencia, más preocupadas por emociones que por razones. En contrapartida, si vemos quienes están “del otro lado del ring” comprenderemos que la lucha no fue, no es, ni va a ser pareja.
Por esta razón (entre otras) debemos enfatizar –con más inteligencia que nunca- que la conservación de la fauna (como el resto de los seres vivos) no es sólo una cuestión de sensibilidad. Su atención responde a una concepción ética y a intereses científicos, económicos, sociales, industriales, medicinales, culturales, etc. que posibilitan el desarrollo de la sociedad humana. Pero estos argumentos necesitan de una re-elaboración más contundente, que permita al resto de la sociedad comprender por qué le debe interesar que no desaparezca una especie o un ecosistema natural. En más de una oportunidad, escuché “¿y para qué sirve esa especie?” Nuestra respuesta tiene que ser breve, veraz y convincente. El interlocutor debería advertir que él pierde si desaparece ese ser vivo. Por eso, debemos sincerarnos y reflexionar acerca de cuán convincentes podemos ser en tales circunstancias. El ejercicio no es menor, aunque abunde la bibliografía.
En forma complementaria, tenemos que direccionar mayores esfuerzos hacia la conservación de los invertebrados, los peces, los anfibios y los reptiles (¡ni hablemos de las plantas!). Las aves y los mamíferos cuentan ya con entusiastas defensores. Reservemos los recursos para la “mega fauna carismática” sólo cuando la “especie bandera” cumpla una función estratégica de “paraguas” protector de su hábitat y del resto de las especies que lo comparten con ella. No es fácil movilizar a las personas para conservar caracoles, escarabajos o mojarras endémicas, pero es hora de hacer un intento serio. Si no somos capaces de asumir su importancia ¿a quién convenceremos? Esto lleva también a creer que es necesario renovar el concepto o el accionar de las instituciones, tanto las que operan in situ (como las áreas protegidas) como las que lo hacen ex situ (museos, zoológicos, estaciones de cría). Es fácil, criticarlas y difícil ayudarlas. Charle de Gaulle dijo algo así como que cada mil personas que están en silencio, hay cien que gritan, pero sólo una que está buscando la solución. En la medida que aportemos soluciones y ayudemos a quienes se esfuerzan por generar cambios “desde adentro” de esas instituciones, de seguro, funcionarán mejor. Una encuesta realizada por el Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría en 1999 aseguró que el 79 % de los encuestados no concurrió a ningún museo durante 1998. Si formuláramos la misma pregunta para un parque nacional o para un zoológico, el resultados podría ser similar y deberíamos preguntarnos por qué. Sin duda, les cabe una responsabilidad, como también le cabe al resto de la sociedad. Sociedad, que no se muestra muy preocupada por ilustrarse. La misma encuestadora obtuvo por resultado que el 51 % de los encuestados no habían leído un libro durante el último año.
El desarrollo no es gratis
No puede dejar de preocuparnos la interacción entre la pobreza y el deterioro ambiental. Ambas se potencian delineando un círculo vicioso, cerrado y decadente de desesperanza para la seguridad física, el bienestar económico y la salud de las personas más necesitadas. Es evidente que la destrucción de la naturaleza causa mayor pobreza, porque con menores recursos naturales existen menores oportunidades de subsistencia. Esa gente suele ser la más afectada por el deterioro ambiental y los más pobres entre los pobres, los más damnificados. Esto se sostiene por dos razones: disponen de menores reservas económicas para sobrellevar ese impacto y tienen débil capacidad de gestión ante las autoridades. Dicho de otro modo, los más carenciados tienen menores oportunidades de mejorar su calidad de vida. La única forma de sacar de la pobreza a esa gente es a través del desarrollo, pero no de cualquier desarrollo, sino de uno sustentable. Pero por más sustentable que lo busquemos, la mayoría de las actividades humanas impactan negativamente sobre la naturaleza. El ideal de un desarrollo limpio y armonioso en un 100 % con el mundo natural no es realista. Por eso, no basta con denunciar los problemas, polarizando una lucha entre “buenos” y los “malos”. Para obtener resultados, muchas veces, hay que sentarse a dialogar y construir soluciones con los que están “en la vereda de enfrente”. No es un desafío menor, porque una parte de la sociedad no está dispuesta a escuchar lo que muchas veces hay que decir sino lo que desean escuchar. “Traicionar un ideal es tan frustrante como no alcanzarlo” me dijo una vez el Dr. Daniel Rodríguez de la Universidad Nacional de Lanús . Por eso, éstos exige que superemos lo que llamo el “síndrome de la sociedad zoológica”. Es decir, la miopía por preocuparnos sólo de los requerimientos de la fauna sin contemplar las necesidades de las personas. Si este mal no es superado, es fácil caer en el fundamentalismo ecológico o en pequeñeces proteccionistas que terminan desacreditando a la mayoría de los defensores del medio ambiente. Con esto no quiero decir que todos debamos pensar y obrar igual, porque distintas organizaciones no gubernamentales pueden satisfacer distintas necesidades ambientales. Pero creer que sólo hay un método para atender a todos los problemas (como el choque frontal e intransigente) es un error. Se requiere hoy más que nunca de una defensa inteligente.
Hasta ahora no creo haber escrito nada novedoso. Aspiro a que mi aporte ayude a convencernos de que estamos frente a un gran desafío: llevar unos pocos argumentos convincentes sobre la importancia de las especies silvestres a los que no están de nuestro lado, actuando a escala local sin ingenuidad y sin perder de vista el grave contexto. Tenemos que llegar a quienes piensan diferente y a quienes se manejan con otros códigos. A los periodistas que no se interesan. A los funcionarios que están lejanos de nuestros desvelos. A los docentes que no saben cómo abordar estos temas en sus programas oficiales. A los empresarios o industriales que contaminan y necesitan seguir produciendo. A quienes no tienen el privilegio del que nosotros gozamos para disfrutar de la naturaleza de un modo deslumbrante. A quienes cazan, pescan, comercializan o deforestan furtivamente. Esos son los públicos a los que tenemos que llegar. Los demás no nos necesitan. El público “cautivo” tiene intereses suficientes para arreglárselas sin nuestra ayuda. Es tiempo de cambio y tenemos que ser hábiles para ubicarnos donde podemos ser más útiles a la conservación.